El café de la mañana es más rutina que necesidad, pero disfrutarlo en familia es un tesoro que no perdono. Otro tesoro matutino es llevar a mi hija de 2 añitos a la guardería y que antes de despedirnos me pregunte "mamá, ¿Dónde vas a trabajar?" y si la miro con picardía ella misma se responde cada día "¡Al salud del Matarraña!" Si ella lo dice, allá voy yo.
El coche me espera con el maletero lleno de guantes, mascarillas, el maletín y mi mochila. Al cuello llevo el manojo de llaves y la tarjeta que dicen que soy la médica del pueblo al que me dirijo. Mientras conduzco, un podcast, la música de los 90 o las noticias hacen de banda sonora a una carretera que me he aprendido de memoria. Dejo la ciudad y surgen poco a poco los campos de olivos y almendros. Casi sin saber cómo, llego a mi destino justo a tiempo. Aparco con cuidado pasando las estrecheces de los muros de piedra. Aunque no se ve a nadie en la calle, sé que por las ventanas me ven llegar.
Cargada con los bultos abro las puertas de un consultorio que aún duerme a oscuras. Lo despierto subiendo las persianas, encendiendo la calefacción, enchufando internet, el ordenador y la impresora. La consulta se despereza despacio mientras yo miro la ermita y los caballos por la ventana.
El ordenador me cuenta que el pueblo ha pasado buena noche sin visitas a urgencias ni al hospital, y me avisa de que han llegado los resultados y respuestas que esperaba. El teléfono empieza a sonar y me obliga a organizar las citas para hoy. Llega mi compañera de enfermería, y, al poco rato, llegan ellos.
El primer paciente activa mi atención y empieza a llenar mi consulta vacía. Uno tras otro desfilan mientras la pantalla va bajando y bajan también los folios en la impresora; mi mesa se llena de artilugios y notas y la silla va sosteniendo conversaciones, dolor, recuperación y sufrimiento conforme avanzan las horas.
Las paredes han visto como drenamos un absceso, infiltro una rodilla, retrato los criminales cambios en la piel, rebusco en un oído con sordera inexplicable, ausculto los pulmones jóvenes o ancianos, presiono el abdomen dolorido de hace días...
Se escuchan preocupaciones varias, resoplidos por esa tensión que no hay manera de domar, felicitaciones porque alguien sigue sin fumar, risas compartidas, a veces llantos inevitables. Creo que se me oyó pensar mientras miraba esa radiografía de tórax o ese resultado de analítica plagado de asteriscos.
Cuando sale el último paciente, mi maletín y yo salimos tras él. Vamos a visitar a un paciente que no puede llegar a la consulta con sus cansadas piernas, y luego a una señora que camina hacia la muerte sin moverse de su cama. Los timbres me preguntan al llegar "¿qui es?", y yo, no digo que soy "la metge", digo que "soy María" y se me entiende mejor y las puertas se abren. No importa cuanto peso lleve, siempre hay una escalera que subir en una casa de pueblo, siempre. Las casas me suelen ofrecer las respuestas que les pido y allí recojo las preguntas que los pacientes lanzan. Estoy el tiempo necesario y vuelvo al consultorio, avisando de que otro día volveré, a veces bromeando digo "a ver si para entonces ya tenéis instalado el ascensor". El ordenador registra los datos que le traigo y por fin puedo apagarlo. Repongo, limpio, recojo los bártulos, cierro las persianas y las puertas mientras pienso "hasta mañana".
En el silencio del coche aprovecho para reflexionar, rezar y respirar hondo. He encontrado un lugar donde ser médica rural de las que no llevan bata, una médica que disfruta en su trabajo, que no para quieta pero ya no se cansa. El coche me devuelve sigiloso a casa, y ahora quiero ser mamá, hija, pareja, amiga, hermana.. y volveré a ser médica mañana. He encontrado mi sitio, creo, y no me lo esperaba.