Mila fue esa paciente que despierta ternura desde el primer día y que te obliga a estudiar con humildad. Era un reto compartido con el servicio de hematología. Llegó a mi consulta para enseñarme que la enfermedad no es lucha y la muerte no es rendición. Y se fue de mi vida dejándome el recuerdo imborrable de lo que significa ser médica hasta el final.
A su avanzada edad acumulaba
enfermedades frecuentes, pero también esa patología rara y grave que solo
aprendes en profundidad cuando una paciente como ella te la muestra de cerca. Sus
defensas sanguíneas habían perdido el rumbo hacía mucho tiempo y, finalmente, se
volvieron completamente locas. Los
hematólogos propusieron la primera punción de hueso y un tratamiento agresivo.
Mila aceptó.
Pasaron los meses, llegó el
invierno y su fragilidad hizo que ya no pudiera desplazarse hasta el hospital. Los hematólogos revisaban las analíticas y
ajustaban el tratamiento, mientras su enfermera y yo la visitábamos en casa. Pero los resultados empeoraban y se propuso
una nueva punción que confirmase aquel desastre. Mila, una vez más, dijo que sí.
Fue entonces, sentadas a la mesa
de su cocina, cuando me confesó el horror de ese primer asalto al hueso con un
dolor tan intenso que le dejó rígida y postrada. Pensar en repetirlo le aterraba, y a mí me asustaba
imaginar que, dado su estado de vulnerabilidad, el sufrimiento y el resultado
de esa punción no sirvieran para cambiar el rumbo de su enfermedad. Estaba
segura de que su cuerpo ya no iba a soportar la quimioterapia otra vez. Compartimos nuestros miedos y pusimos sobre
la mesa algo nuevo: empezar a decir que no.
No es fácil decirle a un médico
que no quieres hacerte una prueba, así que fui yo quien escribió a una
hematóloga que respetó la decisión de Mila.
Ese día me pregunté a mí misma cuándo empezaban los cuidados paliativos,
cuándo empezaban los de Mila. Yo sentía que, de algún modo, empezaban allí.
Con el tiempo, otros componentes
de su sangre claudicaron. La anemia avanzaba necesitando inyecciones y dejando
a Mila cada vez más cansada. Las plaquetas bajaban y la cascada de la
coagulación no podía contener el caudal de sangrados. Un incómodo picor no la dejaba dormir. Su piel, frágil como el papel acusaba el
mínimo roce con heridas y hematomas que injustamente decoraban su cuerpo,
avisándonos de que las cosas no iban bien.
Juntas, tomamos la decisión de retirar medicaciones que la hicieran
sangrar o quisieran prevenir lo que, de un modo u otro, iba a llegar algún día.
Informamos a los hematólogos de
la ristra de complicaciones que nos dificultaban el seguimiento de sus pautas,
y de todo aquello a lo que íbamos diciendo que no. Ellos corroboraban la
progresión de la enfermedad manteniendo el tratamiento en consultas a las que
sólo acudía la hija de Mila. Fue ella quien apareció un buen día con el alta de
hematología, el fin del tratamiento y una cita con el equipo de cuidados
paliativos.
Confieso que sentí una profunda
decepción. Mis intentos de colaborar y
tomar parte en las decisiones, mi esfuerzo por ser el enlace de mi paciente con
el hospital, mi disposición a cuidarla en casa siempre… No había servido para
que se me confiase la atención de Mila al final de su vida. Recuerdo acudir a
su casa avergonzada. La encontré
inquieta, intranquila; se emocionó al verme y supe que íbamos a recorrer
aquellos días juntas.
Seguí visitándola mientras las
conversaciones con ella y con su hija hablaban de una vida plena y una
necesidad imperiosa de descanso. Dejamos claro y por escrito que ningún médico
la molestaría ni la sacaría de aquella casa, porque así era su voluntad. Cuando
tuvo dolor lo tratamos con vehemencia hasta hacerlo desaparecer; cuando no tuvo
fuerzas descansó en la cama; cuando perdió el apetito no le insistimos; cuando
se durmió, rezamos.
Fui a verla tres días antes de su
muerte. Nos regaló un momento dulce en
el que, despierta y serena, conversó conmigo sobre su vida y su muerte, y pudo
despedirse a su manera. Me dio las
gracias y pidió para mí una bendición de su Dios, que es también el mío.
En mi última visita ella se había
dormido y fue evidente que apenas estaría unas horas más con nosotros. Fui yo quien se despidió con el
convencimiento de que aún podía escuchar todo lo que le susurré al oído
mientras mi mano sostenía el peso de la suya.
Mi voz se quebró mientras le agradecía el privilegio de haberla acompañado
aquellos meses. Le di un abrazo que quizá no sintió, y allí lloré apenada y
satisfecha, porque me dolía decirle adiós, aunque fuera en su casa, en su cama,
con los suyos, como ella quería.
Aquella noche recé por Mila. Creo que le habría gustado saber que su
médica, cuando ya no puede hacer más por sus pacientes porque todo está hecho,
reza. Cuando fallecen, reza. Cuando los
recuerda, también reza.
Mila, allá donde estés: gracias
por todo. Nunca te olvidaré.
