Cuando cualquiera se imagina una consulta de una médica creo que ubica ciertas cosas siempre en la misma disposición. Venga, imagina una consulta. No sé si estarás viendo por allí un fonendoscopio, no sé si la camilla está a la derecha o a la izquierda, no sé dónde has colocado los libros que siempre tenemos para consultar ni dónde metiste la impresora. Pero lo que sí sé es que has colocado una mesa y la has puesto bien centrada posiblemente, a un lado has colocado al médico en su silla, frente al ordenador y en el otro lado has puesto una silla para el paciente o te has sentado tú.
La silla es más importante que el fonendoscopio tanto para ti como para mi, sentarse a hablar y a escuchar es la parte que nos corresponde a ti y a mi en casi cualquier consulta. La mesa, sin embargo... Sirve de apoyo a ese ordenador que tanto nos absorbe exigiendo registrar todo lo que hacemos, sirve para marcar una distancia algunas veces necesaria, nos ubica en la consulta. Pero a veces, cuando el vínculo ha ganado fuerza, la mesa nos separa impertinente. Por eso hay quien la coloca a un lado en su consulta, o incluso tras de sí, porque cuando tú y yo hablamos de verdad, no necesitamos la mesa.
Tanto es así que estos días, en varias consultas, la he perdido, ha desaparecido. Cuando entra un paciente a decirme que está pasando el duelo por un familiar agradecido por mi humilde acompañamiento en sus últimos días... no hay mesa, yo me levanto y me acerco para hablar de un tema que rebosa cercanía. Cuando un niño pequeño viene temblando, pensando en que la médico tiene el poder de molestarle mucho en su exploración, la mesa se aparta para que yo pueda jugar unos minutos con ese pequeñín que manosea el otoscopio y el fonendoscopio ahora ya inofensivos. Esa vez que un paciente con cáncer, uno de esos luchadores y echados para adelante, me confesó casi en un susurro que tenía miedo real de lo que pudiera pasarle, la mesa se desdibujó y nos dejó acercarnos más para escuchar en un sollozo la verdad de su enfermedad que ningún informe reflejaba. Ese rato en el que hubo que charlar largo y tendido con un joven que corrió más riesgos de los habituales y ahora sólo encuentra remordimiento y culpa, tuve que acercarme para que dejase de sentirse lejos de todos. Ese día que vino el señor que supera la noventena pero aún arregla tractores en su campo, a decir que no se encontraba bien, salté la mesa y todo se tornó en urgencia.
Ahora que tengo mucho más tiempo de consulta por paciente y que pongo mucha más atención y esmero en las entrevistas, me desaparece la mesa con mucha más frecuencia. Las consultas empiezan conmigo tras ella, pero algunas veces no sé que ocurre que sólo vuelvo a sentarme frente a mi mesa cuando el paciente ya se ha ido. Creo, que perder de vista la mesa a veces, en el caso de los médicos, no es un marcador de que seamos unos despistados. Creo que indica que, cuando es necesario y nos lo permiten, rebasamos las barreras para acercarnos a la persona que tenemos delante, le ofrecemos escucha sincera, contacto y cercanía. Los médicos de familia, somos, o deberíamos ser, médicos que sortean la mesa se acercan a sus pacientes con frecuencia. Los médicos de familia no podemos ser estáticos; el dinamismo de la consulta y de nuestra relación con los pacientes exigen que nos levantemos y contactemos con los pacientes. Perder la mesa significa acabar la consulta en una posición diferente a donde la empezamos, como escenificando la disposición de acompañar a nuestros pacientes que nos caracteriza. Somos médicos que se levantan, se mueven y a veces pierden la mesa.