martes, 27 de febrero de 2024

27/02/2024: La desaparición de la mesa de mi consulta.

Cuando cualquiera se imagina una consulta de una médica creo que ubica ciertas cosas siempre en la misma disposición.  Venga, imagina una consulta.  No sé si estarás viendo por allí un fonendoscopio, no sé si la camilla está a la derecha o a la izquierda, no sé dónde has colocado los libros que siempre tenemos para consultar ni dónde metiste la impresora.  Pero lo que sí sé es que has colocado una mesa y la has puesto bien centrada posiblemente, a un lado has colocado al médico en su silla, frente al ordenador y en el otro lado has puesto una silla para el paciente o te has sentado tú.  

La silla es más importante que el fonendoscopio tanto para ti como para mi, sentarse a hablar y a escuchar es la parte que nos corresponde a ti y a mi en casi cualquier consulta.  La mesa, sin embargo... Sirve de apoyo a ese ordenador que tanto nos absorbe exigiendo registrar todo lo que hacemos, sirve para marcar una distancia algunas veces necesaria, nos ubica en la consulta.  Pero a veces, cuando el vínculo ha ganado fuerza, la mesa nos separa impertinente.  Por eso hay quien la coloca a un lado en su consulta, o incluso tras de sí, porque cuando tú y yo hablamos de verdad, no necesitamos la mesa. 

Tanto es así que estos días, en varias consultas, la he perdido, ha desaparecido.  Cuando entra un paciente a decirme que está pasando el duelo por un familiar agradecido por mi humilde acompañamiento en sus últimos días... no hay mesa, yo me levanto y me acerco para hablar de un tema que rebosa cercanía.  Cuando un niño pequeño viene temblando, pensando en que la médico tiene el poder de molestarle mucho en su exploración, la mesa se aparta para que yo pueda jugar unos minutos con ese pequeñín que manosea el otoscopio y el fonendoscopio ahora ya inofensivos.  Esa vez que un paciente con cáncer, uno de esos luchadores y echados para adelante, me confesó casi en un susurro que tenía miedo real de lo que pudiera pasarle, la mesa se desdibujó y nos dejó acercarnos más para escuchar en un sollozo la verdad de su enfermedad que ningún informe reflejaba.  Ese rato en el que hubo que charlar largo y tendido con un joven que corrió más riesgos de los habituales y ahora sólo encuentra remordimiento y culpa, tuve que acercarme para que dejase de sentirse lejos de todos.  Ese día que vino el señor que supera la noventena pero aún arregla tractores en su campo, a decir que no se encontraba bien, salté la mesa y todo se tornó en urgencia.

Ahora que tengo mucho más tiempo de consulta por paciente y que pongo mucha más atención y esmero en las entrevistas, me desaparece la mesa con mucha más frecuencia.  Las consultas empiezan conmigo tras ella, pero algunas veces no sé que ocurre que sólo vuelvo a sentarme frente a mi mesa cuando el paciente ya se ha ido.  Creo, que perder de vista la mesa a veces, en el caso de los médicos, no es un marcador de que seamos unos despistados.  Creo que indica que, cuando es necesario y nos lo permiten, rebasamos las barreras para acercarnos a la persona que tenemos delante, le ofrecemos escucha sincera, contacto y cercanía.  Los médicos de familia, somos, o deberíamos ser, médicos que sortean la mesa se acercan a sus pacientes con frecuencia.  Los médicos de familia no podemos ser estáticos; el dinamismo de la consulta y de nuestra relación con los pacientes exigen que nos levantemos y contactemos con los pacientes.  Perder la mesa significa acabar la consulta en una posición diferente a donde la empezamos, como escenificando la disposición de acompañar a nuestros pacientes que nos caracteriza.  Somos médicos que se levantan, se mueven y a veces pierden la mesa.



martes, 20 de febrero de 2024

20/02/2024: Medicina de familia, una especialidad mortal

Ayer falleció uno de mis pacientes.  Desde entonces ando pensando en que desde que empecé mi especialidad la muerte ha estado necesariamente presente.  Supongo que es porque todos mis pacientes se van a morir, en mi especialidad nunca daré a nadie el alta médica, no dejaré de acompañar a mis pacientes nunca, y eso implica estar a su lado en el final de sus vidas.  Aunque pudiera empezar a parecer que hablo de lo mucho que me gustan los cuidados paliativos, que son inherentes a mi profesión aunque muchos otros colegas también los desempeñan; estoy hablando de cualquier tipo de muerte, la que se prepara acompañado y la que ocurre en soledad, la que se anticipa y la que sorprende, la de casa y la del hospital, la del que tuvo suficiente y la del que deja la terrible sensación de terminar antes de tiempo.

Ayer fui a verle por última vez, ya no me veía ni creo que me oyese, lo exploré y me despedí, le dije a la familia que era incierto el tiempo que tardaría en marcharse, quizá horas, quizá días.  Murió al rato, tumbado en su cama después de más de 90 años en pie, en casa de su hijo donde se encontraba a gusto y protegido.  Murió tranquilo habiendo dicho previamente que ya valía de tanto vivir, acababa de ver a su familia cuidar de él, pero en ese momento estaba solo en la habitación o quizá estaba allí su Dios, yo no lo sé.  Murió de noche, en silencio, hubiera hecho dudar si se dormía o dejaba de respirar, porque su muerte fue el final de paz y quietud que yo le deseaba.

Ayer falleció mi paciente y me ha hecho pensar en las veces que he encontrado a la muerte en sitios y condiciones espantosas, y las que he tenido el privilegio de acompañar y que me construyen como médica de familia.

Hace 3 años falleció otro paciente.  Él estaba solo en su casa cenando y notó ese dolor bajo los botones de la camisa que ya le había dejado heridas en el corazón.  Llamó a los servicios de emergencias sabiendo que era muy grave y se dispuso a abrir la puerta en cuanto escuchó la sirena de la ambulancia en su calle, la ambulancia en la que yo llegaba.  Subimos a todo correr 4 pisos de escaleras, pero al tocar la puerta nadie abría.  Sólo el silencio respondía al timbre una y otra vez.  Y uno de nosotros, movido por la emergencia y la gravedad de lo que pasaba, mentiré y diré que empujó la puerta que se abrió, para que no se identifique un epígrafe del código penal en lo que de verdad ocurrió.   

La puerta se abrió golpeando algo tras ella, golpeándole a él, a ella, la muerte inerte en el suelo boca abajo.  Antes de morir había llamado a una familiar que estaba en camino asustada y que al llegar, en medio de las maniobras de resucitación, me encontró comprimiendo el pecho de su padre.  Las maniobras de reanimación fueron inútiles, la intubación, el monitor desfibrilador, la vía y la medicación no consiguieron revertir aquel desastre, y murió después de mucho rato intentando traerlo de vuelta entre los cinco, con una hija que callada contenía el dolor que después se convertiría en el grito más desgarrador que haya escuchado.  Esa noche volví a mi casa deshecha, no cené, apenas dormí, solo recé y lloré, como procedía.

Ahora sé que la muerte no tiene solo 1000 caras, tiene todos los rostros posibles.  Soy médica de familia y contactaré con ella con frecuencia, me prepararé para evitarla cuando sobreviene inexplicablemente y también para acompañarla cuando avisa y da sus motivos.  Por más que me prepare, reconozco que siempre me impresiona certificarla.  Confirmar que esa persona dejó de vivir y ahora ofrece frío en la piel y silencio absoluto en la auscultación, una línea plana en el electro, ausencia de movimiento en los ojos, son ojos que no miran ya, solo piden estar cerrados... Soy médica de familia y también yo siento el duelo cuando despido a un paciente, mi especialidad también acompaña de luto a la familia, mi especialidad también llora a veces, mi especialidad es mortal (del latín, que está sujeta a la muerte) pero es preciosa.



viernes, 2 de febrero de 2024

01/02/2024: Un jueves rural

Después de un par de semanas de medicina en el mundo rural creo poder decir que estoy cambiando el chip.  Aquí todo es distinto respecto a mi anterior trabajo en el medio urbano, diferente, ni mejor ni peor.  En mi momento vital actual me encuentro a gusto donde estoy, eso es lo verdaderamente relevante. 

Hoy es jueves, me dirijo en coche al pueblo más chiquitín de los tres que, junto con enfermería, tenemos a cargo.  Aparco bien pegada a sus paredes de piedra, cojo del maletero el maletín, el ordenador y la mochila, camino pocos metros para pasar bajo el arco que guarda la entrada al consultorio.   Me reciben decenas de macetas adornando la puerta y su cartel que anuncia que la consulta conmigo es hoy a primera hora.  Encuentro la llave en el manojo que custodio y la puerta abierta deja paso a unas escaleritas.  El consultorio es una bodega bajo la piedra, un espacio íntimo donde únicamente me acompaña el quemador de la estufa con su sonido, la mesa, la camilla y las sillas.  Aquí no hay cobertura, no hay línea de teléfono y no hay nadie, no hay pacientes todavía.  Ya vendrán, sé que por las ventanas me han visto llegar.  No tardaré en conocer a toda la población, pocos faltarán por acercarse a saludar.  

Después de un par de visitas es momento de recoger los bultos y marchar al coche.  Otro consultorio a menos de 10 km de carretera serpenteante entre los montes me espera.  "¡Bon día doctora!" dicen varias voces mientras mis tres maletas y yo aparcamos y abrimos las puertas, "¡Bon día!" digo mientras pienso que me gustaría aprender el idioma local.  

El sistema de cita es una fila india en la salita de espera, ellos gestionan el triaje en caso de urgencia "pasa tú que te corre más prisa" "que pase este que no tiene buena cara".  Saben que el ordenador va lento a veces, saben que ante la urgencia debo salir pitando, "ya vendremos otro día" es la mejor estrategia de gestión de la demanda.   

Hoy me han consultado toses, dolores de rodilla, cambios en la piel, tristeza porque falta un ser querido, fallos de memoria que preocupan, heridas que tardan en cerrar, una tensión arterial que se niega a bajar, molestias que han ido a mejor, ganas de volver a trabajar, análisis que son para enmarcar y otros que hay que repetir, recetas que hay que renovar con mucho cuidado...  Hoy he escuchado pulmones de 2 años y de 97.  No he curado a nadie, yo no soy tan importante aquí como creen, he cuidado no hacerles daño ante todo y a alguno lo he ayudado a mejorarse, que no es poco.

No he experimentado aún la falta tiempo en consulta, poco a poco me voy acostumbrando a decir y hacer lo que antes daba por imposible con las prisas constantes.  De momento invierto el tiempo en escuchar mucho a la gente y observar mucho el entorno, y me alivia poder hacerlo sin remordimientos.  

Soy una médica sin bata, aquí aprecio más los jerseys o el forro polar.  Soy una médica de coche y maletín, me cuesta poco decir "dentro de un rato paso a verle", "mañana iré por casa", la atención domiciliaria siempre me ha gustado y ahora tengo el tiempo que requiere.  Soy una médica para largo, he venido para quedarme tiempo, para disfrutar de la longitudinalidad.  Soy una médica rural, estoy mucho tiempo en ruta, estoy para menos gente, pero estoy para más cosas.  Soy una médica de familia feliz con su trabajo, no estoy segura de haber llegado para sanar a mis pacientes o para que sean ellos quienes me hagan sanar.



01/06/2025: Los mitos de la medicina rural

Si alguna vez he tenido la sensación de quedarme con las ganas de decir algo, lo he resuelto escribiéndolo después. ¿A ti no te ha pasado nu...