jueves, 4 de septiembre de 2025

04/06/2025: La despedida de Mila

Mila fue esa paciente que despierta ternura desde el primer día y que te obliga a estudiar con humildad.  Era un reto compartido con el servicio de hematología.  Llegó a mi consulta para enseñarme que la enfermedad no es lucha y la muerte no es rendición.  Y se fue de mi vida dejándome el recuerdo imborrable de lo que significa ser médica hasta el final.

A su avanzada edad acumulaba enfermedades frecuentes, pero también esa patología rara y grave que solo aprendes en profundidad cuando una paciente como ella te la muestra de cerca. Sus defensas sanguíneas habían perdido el rumbo hacía mucho tiempo y, finalmente, se volvieron completamente locas.  Los hematólogos propusieron la primera punción de hueso y un tratamiento agresivo. Mila aceptó.

Pasaron los meses, llegó el invierno y su fragilidad hizo que ya no pudiera desplazarse hasta el hospital.  Los hematólogos revisaban las analíticas y ajustaban el tratamiento, mientras su enfermera y yo la visitábamos en casa.  Pero los resultados empeoraban y se propuso una nueva punción que confirmase aquel desastre.  Mila, una vez más, dijo que sí.

Fue entonces, sentadas a la mesa de su cocina, cuando me confesó el horror de ese primer asalto al hueso con un dolor tan intenso que le dejó rígida y postrada.  Pensar en repetirlo le aterraba, y a mí me asustaba imaginar que, dado su estado de vulnerabilidad, el sufrimiento y el resultado de esa punción no sirvieran para cambiar el rumbo de su enfermedad. Estaba segura de que su cuerpo ya no iba a soportar la quimioterapia otra vez.  Compartimos nuestros miedos y pusimos sobre la mesa algo nuevo: empezar a decir que no.

No es fácil decirle a un médico que no quieres hacerte una prueba, así que fui yo quien escribió a una hematóloga que respetó la decisión de Mila.  Ese día me pregunté a mí misma cuándo empezaban los cuidados paliativos, cuándo empezaban los de Mila. Yo sentía que, de algún modo, empezaban allí.

Con el tiempo, otros componentes de su sangre claudicaron. La anemia avanzaba necesitando inyecciones y dejando a Mila cada vez más cansada. Las plaquetas bajaban y la cascada de la coagulación no podía contener el caudal de sangrados.  Un incómodo picor no la dejaba dormir.  Su piel, frágil como el papel acusaba el mínimo roce con heridas y hematomas que injustamente decoraban su cuerpo, avisándonos de que las cosas no iban bien.  Juntas, tomamos la decisión de retirar medicaciones que la hicieran sangrar o quisieran prevenir lo que, de un modo u otro, iba a llegar algún día.

Informamos a los hematólogos de la ristra de complicaciones que nos dificultaban el seguimiento de sus pautas, y de todo aquello a lo que íbamos diciendo que no. Ellos corroboraban la progresión de la enfermedad manteniendo el tratamiento en consultas a las que sólo acudía la hija de Mila. Fue ella quien apareció un buen día con el alta de hematología, el fin del tratamiento y una cita con el equipo de cuidados paliativos.

Confieso que sentí una profunda decepción.  Mis intentos de colaborar y tomar parte en las decisiones, mi esfuerzo por ser el enlace de mi paciente con el hospital, mi disposición a cuidarla en casa siempre… No había servido para que se me confiase la atención de Mila al final de su vida. Recuerdo acudir a su casa avergonzada.  La encontré inquieta, intranquila; se emocionó al verme y supe que íbamos a recorrer aquellos días juntas.

Seguí visitándola mientras las conversaciones con ella y con su hija hablaban de una vida plena y una necesidad imperiosa de descanso. Dejamos claro y por escrito que ningún médico la molestaría ni la sacaría de aquella casa, porque así era su voluntad. Cuando tuvo dolor lo tratamos con vehemencia hasta hacerlo desaparecer; cuando no tuvo fuerzas descansó en la cama; cuando perdió el apetito no le insistimos; cuando se durmió, rezamos.

Fui a verla tres días antes de su muerte.  Nos regaló un momento dulce en el que, despierta y serena, conversó conmigo sobre su vida y su muerte, y pudo despedirse a su manera.  Me dio las gracias y pidió para mí una bendición de su Dios, que es también el mío.

En mi última visita ella se había dormido y fue evidente que apenas estaría unas horas más con nosotros.  Fui yo quien se despidió con el convencimiento de que aún podía escuchar todo lo que le susurré al oído mientras mi mano sostenía el peso de la suya.  Mi voz se quebró mientras le agradecía el privilegio de haberla acompañado aquellos meses. Le di un abrazo que quizá no sintió, y allí lloré apenada y satisfecha, porque me dolía decirle adiós, aunque fuera en su casa, en su cama, con los suyos, como ella quería.

Aquella noche recé por Mila.  Creo que le habría gustado saber que su médica, cuando ya no puede hacer más por sus pacientes porque todo está hecho, reza.  Cuando fallecen, reza. Cuando los recuerda, también reza.

Mila, allá donde estés: gracias por todo. Nunca te olvidaré.

4 comentarios:

  1. Enternecedor y real...Duro, pero con tu vocación seguro que sabes más que nadie acompañar como profesional y como persona...

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    2. Muchas gracias por tu comentario. Los cuidados paliativos tienen a mi parecer dos pilares fundamentales sin los cuales pierden calidad. El conocimiento de las situaciones clínicas, el abordaje del dolor y las complicaciones, las técnicas, los fármacos y su aplicación en procesos terminales es necesario, pero no suficiente. Conocer al paciente, su proceso de enfermar, sus preferencias, su hogar, su familia y su contexto es imprescindible para atenderle al final de su vida, si buscas hacerlo de una forma no solo correcta, sino excelente. Ese es precisamente mi objetivo, con Mila y con todos los demás.

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    3. Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.

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