José fue mi primer aviso en mi primera guardia en mi primer destino rural. Su familia avisó por fiebre y mal estado general así que, entrada la noche, salimos con los bártulos en el coche hacia el pueblo donde yo pasaría consulta cada mañana. José, que entonces era para mí tan sólo un anciano con insuficiencia renal, respiratoria y cardiaca crónicas y avanzadas, tiritaba en su cama. Estaba visiblemente afectado por un problema sobrevenido distinto a los altibajos a los que ya debía enfrentarse día a día. Me presenté, como la médica de guardia y su médica a partir de entonces, lo exploré en profundidad intentando encontrar el foco de infección que había desencadenado todo aquello. Hablamos con sus familiares sobre el posible origen del suceso y las complicaciones que ya se habían presentado y las que aún podían aparecer. Fui sincera cuando les dije que cumplía criterios de ingreso pero que, sabiendo que podía ir a verlo a casa en los días posteriores, me podía comprometer a intentar tratar en domicilio y ver si podíamos evitar el traslado al hospital. No se lo pensaron ni un segundo, José quería estar en su casa, así que quedamos en llamarnos al día siguiente y vernos a días alternos.
Pasó una semana y José volvió a ser el que era. Pasó un mes y fui conociéndole a él y a sus familiares que, dado el buen pie con el que por suerte empezamos, me confiaban también sus propios problemas de salud.
Pasó otro mes y José volvió a empeorar. Esta vez vino a la consulta, con algunos kilos menos, desanimado, con un dolor nuevo, con la piel de ese color que sólo una enfermedad silente y grave puede tatuar. Él sospechaba un cáncer pero no me lo dijo, yo sospeché un tumor que no le nombré.
Pedimos los estudios menos invasivos para confirmar que el cáncer estaba justo donde yo pensé, justo donde a él le dolía, injustamente avanzado, extendido y complicado.
Fui a su casa, reuní todo el valor que pude y reuní a toda su familia. José quería oír de mí un diagnóstico que él ya tenía prácticamente confirmado. Lo dije, sonó como un disparo y después sólo se oyó un silencio. José no se sorprendió en absoluto, sabía que no había más pruebas que hacer, que no había cura. Sólo tenía una pregunta para mí: "¿Cuánto me queda?".
Y yo no tuve respuesta en ese momento, porque nadie la tiene: "siento decir que no lo sé, por cómo estás supongo que entre unas semanas o pocos meses José, no sé cuándo nos despediremos pero sí sé que todos estaremos contigo si tú quieres".
Desde entonces nos vimos todas las semanas en su casa. Decidió quedarse en el pueblo rodeado de su gente siempre. Las cosas se fueron complicando tal y como esperábamos: edemas, sangrado, obstrucción, dolor, maldito dolor... pero lo fuimos controlando con fármacos cada vez más potentes y la ayuda de una red de familiares cada vez más entregados al cuidado de José. La casa se transformó en ese lugar donde hay alguien que espera morir rodeado de cariño, el sillón y la cama de José se volvieron eje central del día a día, vino familia de lejos, hubo noches difíciles, hubo despedidas y lágrimas, también hubo sonrisas y hubo una médica pesada que llamaba por teléfono y se pasaba por allí cada semana, "nunca ha venido una mujer a verme tantas veces" decía y me sonreía.
Y llegó esa visita en la que supe que a José sólo le quedaban unos días más. Ahora que el dolor solo estaba parcialmente controlado, y que aún estaba despierto tenía que preguntarle: "José, no queda mucho y lo sabes. Ahora tienes el privilegio de escoger si quieres terminar dormido o quieres estar despierto siempre que se pueda, necesito saberlo para preparar tu medicación y dejarlo todo escrito". Él me pidió por favor que no le pusiera nada para dormir, sólo para el dolor y los síntomas que viniesen. Iba a despedirme y marcharme pero entonces entró su bisnieto recién nacido en la habitación para pasar un minuto en sus brazos. Vi llorar al bebé y a José, que triste y feliz al mismo tiempo lo sostenía y lo mecía. Entendí bien porqué me pedía aquello, amaba la vida, pero comprendía y esperaba la muerte con total serenidad.
Hicimos lo que nos dijo, cuando ya no pudo tomarse la medicación, una palomilla azul la dejaba bajo su piel haciendo que el dolor desapareciera y así, dándole los últimos días que pidió, nos despedimos de él.
Ahora pienso en José, le agradezco que confiase en mi de principio a fin en la enfermedad, y que me dejase ser testigo de cómo el cáncer no lo derrotó porque nunca hubo lucha alguna, porque supo vivir aceptando el final y esa fue su victoria. Le agradezco la lección, nunca sabes lo que puedes aprender de tu primer aviso, en tu primera guardia, de tu primer destino rural.
Tras 44 años trabajando en pueblos, solo decirte, que, como te comprendo y cuando pasas a verlos cada miércoles por ejemplo y preguntas cómo estás? Esa cara de alegría y también porque no de gratitud que ponen, es de los mejores recuerdos que me quedan. Que bonito, por desgracia, es acompañarlos en esos meses.
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